Rossini: espiral de hedonismo

Las señas de identidad de un festival musical no se limitan a su programación. Es de capital importancia el ambiente que se genera, la atmósfera vital que se respira alrededor de las actividades. El Festival Rossini de Pesaro es, en ese sentido, único. No se parece a ningún otro, con lo que atrae a un tipo de público muy especial. Admiradores de Rossini, desde luego, pero también del entorno paisajístico, gastronómico y relajante de la zona donde se enmarca. Pesaro, lugar natal de Rossini, es una ciudad a orillas del Adriático con una playa rebosante de sombrillas multicolores. Le Marche, la región donde se ubica, posee un seductor paisaje de suaves colinas y amplios horizontes que ha sugerido a algunos historiadores razones o sinrazones de la manera de componer no solamente de Rossini, sino también de otros músicos de la zona como Spontini o Pergolesi. En Urbino nació Rafael y en toda la región hay obras pictóricas admirables de Piero della Francesca. En cuanto al terreno hedonista por excelencia, la gastronomía, y sin entrar en las creaciones de Rossini al respecto, en la región existen platos tan atractivos como los tacconi alle fave, una pasta con harina de habas, o la oca in porchetta. La cocina contadina se puede apreciar en plenitud en lugares como Montecucco en la población del mismo nombre, en la demarcación de San Giorgio di Pesaro. Lo más socorrido, sin salir de Pesaro, es la terraza de Harnold’s frente al teatro Rossini, donde oficia de maestro de ceremonias el simpático Patricio, y goza de buena fama el pescado de La Cozza Amara, en la zona de los dos puertos. El complemento de la música con las demás manifestaciones artísticas y ambientales da, pues, a Pesaro un toque especial, lo que explica en cierto modo el elevado número de espectadores españoles que frecuenta el festival, y no solamente del sector específicamente musical.

El espectáculo, estrella de la edición número 34 del festival, y el único que se ha celebrado en el Adriatic Arena, polideportivo a las afueras de la ciudad, ha sido Guillaume Tell, última ópera de Rossini y partitura de enorme dificultad. Ha contado con el tenorissimo Juan Diego Flórez, que ha salido del desafío tan fresco como una lechuga, gracias a su portentosa técnica, su dominio del estilo, la belleza de su timbre y su facilidad para los agudos. El aria, y escena, del comienzo del cuarto acto, fue sencillamente apabullante. Estuvo acompañado en la representación por cantantes de mucho fuste como Marina Rebeka, Nicola Alaimo o los españoles Simon Orfila y Celso Albelo. El joven director Michele Mariotti puso un brío y dinamismo muy especiales al frente de la orquesta del teatro Comunal de Bolonia, y el director de escena Graham Vick, con su escenógrafo Paul Brown de principal colaborador, planteó una solución escénica en una línea conceptual de subrayar el abismo entre explotadores y explotados, con brillantes ideas y alguna irregularidad en el desarrollo. No fue un trabajo redondo pero sí de los que hacen reflexionar.

El momento más emotivo del festival ha sido, sin embargo, la versión en concierto anteayer de La donna del lago. El maestro Alberto Zedda sufrió un desfallecimiento en el primer acto, lo que obligó a parar la función durante media hora, pero se recuperó y continuó como un héroe hasta el final, realizando una versión tan magistral como arrolladora. Contó con un reparto vocal del que sacó petróleo de buena ley y en el que se encontraban, entre otros, la vitalista soprano valenciana Carmen Romeu y la magnífica mezzosoprano siciliana Chiara Amarù. El éxito fue apoteósico y a las interminables ovaciones al maestro se unieron cantantes, coro y orquesta. Inolvidable. A Zedda también se le ha homenajeado con la edición de un libro sobre los primeros 25 años de la Academia Rossiniana, una de las manifestaciones fundamentales del festival, y de la que el maestro ha sido el alma desde el comienzo. (…)

El País | Juan Ángel Vela del Campo –LEER AQUI LA NOTICIA DE MUSICA / INTERNACIONAL

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Antón García Abril, toda una vida entre partituras

­Miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid en marzo de 1982 y académico de Honor de la Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis en enero de 2003, son dos de la infinita lista de condecoraciones que el turolense Antón García Abril ha recibido por su espléndido recorrido como compositor. Es muy difícil recordar el conjunto de sus creaciones. Su obra sinfónica es muy extensa. En su mayoría, adoptando formas musicales de ópera, orquesta, cantatas o música de cámara. «Por cariño no tengo ninguna obra que destaque especialmente. Ahora bien, si premiamos el esfuerzo, no cabe duda de que la ópera fue un esfuerzo enorme», declaró ayer el creador. García Abril se refiere a la ópera Divinas palabras de Valle–Inclán, obra con la que se inauguró el Teatro Real. La única que ha compuesto a lo largo de su vida porque asegura que, aunque la ha pensado en numerosas ocasiones, «tendría que encontrar un libro que me cautivase y me obligase a escribir sobre ello nada más terminarlo», explicó. (…)

Esa pasión, ese amor por la melodía es la que ha querido transmitir a sus alumnos del Real Conservatorio Superior de Música de Madrid desde que fuera nombrado catedrático de la misma en1974 hasta 2003. «Siempre he sido un maestro sui generis. He dejado a cada alumno expresarse como él siente. No se puede negar nada si no lo conoces», afirmó el Premio Nacional de Música. El creador, eso sí, no renuncia a «componer con papel pautado, un lápiz y, sobre todo, una goma de borrar». Este año, Antón García está recibiendo homenajes de todos los rincones del planeta por su 80 aniversario. Uno de los presentes es el que sonará esta noche en la Cartoixa de Valldemossa, en el marco del Festival Chopin, un ciclo creado por el compositor. «Es un día muy importante porque es el primer encuentro de las Canciones de Valldemossa justamente en el sitio en el que lo he soñado tantas veces». Por fin, la fantasía se convierte en realidad.

Diario de Mallorca | Soraya Moussaoui –LEER AQUI LA NOTICIA DE MUSICA / BALEARES

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Wagneradictos hasta la muerte

Hace pocos días, el lunes 19 de agosto, murió un alemán de 71 años en el teatro wagneriano de Bayreuth, durante el segundo acto de El ocaso de los dioses. Los de su fila no se dieron cuenta hasta la salida al entreacto. El resto del público vio después cerrado uno de los accesos y una ambulancia estacionada en la puerta. Pese a la discreción, la noticia del suceso corrió velozmente por la explanada, los jardines y los restaurantes de la verde colina. Los comentarios abundaron en conjeturas clínicas y memorias de casos anteriores, no muertes sino desvanecimientos y lipotimias enojosos para el entorno, porque la representación nunca se detiene y las evacuaciones, aunque rápidas y silenciosas, rompen por unos minutos la concentración de la escucha. La causa más probable del deceso fue orgánica, pero hacía evocar el síndrome de Stendhal, así llamado desde que el escritor francés sufriera vértigo, confusión, descontrol del ritmo cardiaco y alucinaciones por una sobredosis de belleza en la iglesia florentina de la Santa Croce (22 de enero de 1817). Las fanfarrias de aviso del tercer acto del Ocaso tocaron lo propio del día, un tema de la Marcha fúnebre de Sigfrido. La asociación de ideas fue inquietante.

Sobredosis de belleza, o de ira por las tropelías visuales de Frank Castorf, frenéticamente abucheado. El escenógrafo comunista («¡Comunista de mierda!», cuenta mi gran amigo Justo Romero haber oído gritar a otro espectador alemán) no se atrevió a dar la cara tras la tormenta que, con una visible peineta, levantó entre los asistentes al estreno. El santuario de Wagner, y su festival anual, no se entienden sin esa pasión, exagerada en lo bueno y lo malo. Si es para bien, no hay felicidad comparable. En caso contrario, son muchos los que juran no volver jamás en la vida. Quizás se lo crean en ese instante, pero está escrito que volverán a despecho de cualquier profanación. La música de Wagner es una adicción viciosa que crece sin pausa a lo largo de la vida, una vez franqueados los umbrales de su profundidad y trascendencia, claramente únicas. Puede ser objetivamente mayor la admiración por otros creadores, pero no a este nivel de dependencia. Las argumentaciones estéticas y psicoacústicas ni siquiera se acercan a una explicación aceptable. El fenómeno es mucho más raro, pero dejémoslo así. Lo que se ve, un año tras otro, es el eterno retorno de quienes desafían la decrepitud física en un laberinto de barreras arquitectónicas que les obliga a moverse con andadores y muletas, o ayudados por quienes comparten solidariamente la misma pasión.

En el otro extremo, jóvenes mochileros que, si consiguen el acceso, son los más militantes en la aclamación o el pateo. Muchos de ellos permanecen en el exterior hasta el último acto, enarbolando sus peticiones de entradas («Suche karte», es la leyenda), vigilantes de quienes, en los entreactos, inician el descenso de la colina o van a los aparcamientos. Lo más común es que estos desertores regalen sus entradas, pero también las venden al precio proporcional del acto o los dos actos que abandonan. Con los ancianos y los mochileros, la mayoría del público completa el paisaje humano que busca la droga Wagner, una droga legal más difícil de conseguir que cualesquiera otras, pero menos cara. Todos saben que Bayreuth ya no ofrece los mejores elencos vocales y juega temerariamente con apuestas de riesgo, pero da igual: la mística está aquí, y el verdadero ágape platónico solo aquí se consuma. Otro misterio, derivado sin duda de la potencia esotérica del creador y de su música en el lugar que construyó en exclusiva para ella. (…)

La peineta de Castorf tenía algo de despecho, tras del enorme trabajo que se tomó para epatar al personal. Tal vez recordaba a Jane Austen: «Hay personas que, cuanto más haces por ellas, menos hacen por sí mismas». Justo lo contrario de lo que pensaría el maestro Kirill Petrenko, bajito y con pinta de gnomo, que se ganó las más enardecidas aclamaciones. En definitiva, manda la música, única interdicción radical frente a los innovadores que intentan mangonearla. (…)

La Provincia | G. García-Alcalde –LEER AQUI LA NOTICIA DE MUSICA / INTERNACIONAL

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El concierto como ritual

La Schubertíada de Vilabertran es un festival raro que no se parece a ningún otro. Cuando todos los festivales de verano cierran, la Schubertíada, abre. Es el after hoursde la clásica en verano y así no compite con nadie. La estrategia parece arriesgada, casi suicida, pero hace más de veinte años que funciona. La rareza de la Schubertíada sigue en el modelo. Cuando todos apuestan frenéticamente por la renovación aún a costa de perder la identidad, la Schubertíada apuesta por la continuidad: presentar cada año artistas nuevos pero centrar el grueso de la programación en artistas y programas conocidos por un público fiel, que se renueva lentamente y que no muestra signos de fatiga.

Así las cosas, algunos conciertos de la Schubertíada toman a menudo el aspecto de un ritual que produce una confortable ilusión de permanencia. El que nos ocupa fue uno de esos conciertos-ritual en donde los de siempre, nos reunimos donde siempre (la Canónica de Santa Maria de Vilabertran) para escuchar a unos viejos amigos (el Cuarteto Casals y el violoncelista Eckart Runge), tocando lo de siempre, en este caso, volviendo a tocar el sobrecogedor Quinteto en Do Mayor D.956 de Schuert, que ya habían tocado en otra ocasión. El resultado, como siempre: al final de la soberbia pieza, una de las últimas, sino la última, partitura terminada por Schubert y la cima de la música de cámara del autor, apoteosis con el público puesto en pie y los artistas empapados (Vilabertran no gasta aire acondicionado) saludando agradecidos a un público que saben especial y único. (…)

El País | Xavier Pujol –LEER AQUI LA NOTICIA DE MUSICA / CATALUÑA

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