01/02/2014
por amadeuslibreria
El músico creó una sonoridad orquestal tan inconfundible como la de un solista
Duke Ellington tuvo una educación musical limitada y dispersa, y nunca pisó un conservatorio. Su madre cantaba en casa con una bella voz de soprano y su padre era aficionado a la ópera italiana. Viendo que el chico tenía disposición para la música le buscaron una profesora particular, pero él confesó años después que sus faltas fueron más numerosas que sus asistencias, porque le gustaba mucho jugar al béisbol y más todavía acudir a los billares en los que nunca faltaba un pianista de ragtime. Desde muy joven Duke Ellington se movió entre esos dos mundos, el de la clase media formal y muy religiosa y con grandes ambiciones educativas, y la tentación de la vida nocturna, de los clubes y los billares en los que se juntaban la música, los gánsteres, los pequeños estafadores, los contrabandistas de alcohol. Era una clase media que a las injurias de la segregación respondía con el ejercicio de una formalidad inamovible, con una insistencia casi exasperada en los valores que desmentían cada uno de los estereotipos sobre los negros, su infantilismo, su pereza, su presunta sexualidad agresiva, su propensión a los impulsos instintivos. (…)
En esa educación el arte, la literatura y la música constituían valores supremos, vividos con una convicción apasionada, a la manera de otra clase media también insegura de su posición, la judía en Europa central. Pero la música que se veneraba no era el jazz precisamente. El jazz, en la primera juventud de Duke Ellington, representaba todo lo contrario de lo que defendían los negros de su propio grupo social, las amistades de su madre en la iglesia y en los conciertos de lieder de Schubert y sonatas de Beethoven, el círculo profesional en el que se movía su padre, un mayordomo imponente en las mejores casas blancas de Washington. El jazz, para la inmensa mayoría de los negros cultivados, era el reverso de la respetabilidad que ambicionaban, la música de la mala vida, de los billares, de los prostíbulos, de los teatros de variedades, de las salas de fiestas en las que hombres y mujeres bebían alcohol prohibido y enloquecían bailando ritmos lúbricos, parodias ofensivas de las danzas africanas y los bailes de los esclavos en las plantaciones. En 1927, cuando la orquesta de Duke Ellington había empezado su estancia fulgurante en el Cotton Club, su hermana menor, Ruth, conectó la radio en la casa familiar de Washington para que la madre pudiera escuchar en directo por primera vez una actuación de su hijo primogénito. La señora Ellington escuchó digna y atónita, sentada rígidamente en una silla, como en el banco de una iglesia, y movió la cabeza sin decir nada.
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El País | Antonio Muñoz Molina –LEER AQUI LA NOTICIA DE MUSICA / INTERNACIONAL
Noticia seleccionada por AMADEUS LIBRERIA DE MUSICA