Pablo Ferrández, violonchelo exquisito

Había expectación en el Auditorio Nacional de Madrid por escuchar al nuevo fenómeno del violonchelo, Pablo Ferrández, estrella internacional ya consolidada a sus 24 años después de haber obtenido un galardón en el concurso Tchaikovsky el pasado verano y el reciente reconocimiento como mejor artista joven del año en los International Classical Music Awards (ICMA).

La Sala Sinfónica del Auditorio estaba a reventar para comprobar que los elogios a Ferrández tienen menos que ver con el marketing que con el dominio magistral de su arte. En su debut con la Orquesta Sinfónica de Viena, dirigida por su titular, Adám Fischer, el madrileño midió sus fuerzas con una obra clave en la escritura para su instrumento, el Concierto para violonchelo nº.1, de Joseph Haydn, perdida hasta que en 1961 se recuperó en los archivos del Museo Nacional de Praga y situada en punta de lanza del repertorio gracias a la devoción que sentían por ella grandes intérpretes como Mstislav Rostropóvich y Jacqueline du Pré.

Es el concierto de Haydn una piedra de toque para cualquier violonchelista de relumbrón, una composición que conjuga la brillantez con una complejidad interpretativa que, por capricho del travieso autor austriaco, deriva por momentos hacia lo endiablado. El listón que separa a los buenos intérpretes de los excelentes se sitúa en la capacidad de saltar de la mera solvencia técnica a eso que sólo puede llamarse expresividad. Si alguien está sobrado de esa cualidad escasa es nuestro Pablo Ferrández, que se presentó en la noche vienesa que habían preparado Fischer y los suyos con gesto relajado, sonriente, dejándose llevar con los ojos cerrados por la elegante introducción orquestal del primer movimiento, Moderato. Su entrada estuvo llena ya de musicalidad y buen gusto; al joven chelista le sobraba tiempo para, entre una y otra de sus intervenciones, intercambiar gestos cómplices con el primer violín y con el apasionado y gimnástico director de la Sinfónica.

En el Adagio, donde el instrumento exhibe toda la amplitud de su sonido de terciopelo, Ferrández se explayaba en el repertorio completo de sus relaciones con el Stradivarius Lord Aylesford, de 1696, que toca por cortesía de la Nippon Music Foundation. Sin que el chelo pierda nunca la verticalidad, el madrileño lo acaricia, lo mece, lo ataca con arco fiero, lo exprime hasta la última gota, y si no lo zarandea es porque es él quien se agita a su alrededor como en una especie de trance. Cada acción en su momento, el gesto preciso, exquisitez pura. El tercer y último movimiento, Allegro molto, es un auténtico tour de force que enfrenta al solista con la orquesta en una escalada de tonos agudos, veloces transiciones y complejos pasajes en octavas que dan la medida exacta del intérprete que lo acomete. El ex alumno de la Escuela Reina Sofía sobrevivió al desafío con toda paz mientras un admirado Adám Fischer no daba crédito a lo que veía.

El Mundo | P. Unamuno –LEER AQUI LA NOTICIA DE MUSICA / MADRID

Noticia seleccionada por AMADEUS LIBRERIA DE MUSICA

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